Veintiún años

Son 21 años de la primera alternancia presidencial, vamos en la tercera y hasta ahora la experiencia no ha significado una alternativa.

Son veintiún años de la primer alternancia en el Poder Ejecutivo, lo que lleva esta centuria… y las alternancias no han supuesto, al menos hasta ahora, una alternativa. La decisión ciudadana de ensayar una opción distinta no ha sido recompensada con un mejor destino. Un destino justo, democrático y seguro.

Al acceder al poder, los tres protagonistas mandatados han prometido cambiar, mover o transformar a México y, si bien han modificado algunos paradigmas, los ajustes han sido insuficientes, cuando no vanos o artificiales. Se han realizado a la trompa talega, sin plan ni hoja de ruta, a partir de un concepto cupular o popular de la política, pero sin calcular su encuadramiento legal, institucional ni presupuestal como tampoco su empate con otras obligaciones o acciones paralelas administrativas o gubernamentales. Menos aún se han estimado sus consecuencias o efectos. En suma, no le han dado perspectiva al país.

Presentados como cambios de fondo, reformas estructurales o transformaciones equiparables a las grandes epopeyas nacionales, esos ajustes no han logrado construir un horizonte fiable y perdurable. No han arrojado la certeza necesaria para fijar el trípode de una nación respetada y respetable: un Estado de derecho sin privilegios ni excepciones, una democracia sin trampas ni regresiones; y un progreso compartido, sin exclusiones ni injusticias.

Pese a la postura o la impostura presidencial, las alternancias no han configurado hasta ahora un recuerdo memorable. Se han reducido a una cuestión de turno en el poder con giro en el discurso, pero no en la práctica política; a la remodelación de los símbolos, pero no de los signos del poder; al trastocamiento de un anhelo en pesadilla anclada en el punto de partida; o, peor aún, al ejercicio de la frivolidad, la rapacidad o la vanidad, como sello de quienes han ocupado con o sin decoro –diría Carlos Fuentes– la silla del águila.

El arranque del siglo parecía ofrecer una prometedora perspectiva.

Vicente Fox concluyó su sexenio antes de empezarlo. Finalizó el día de la elección porque la hazaña estaba hecha. Desplazar a la fuerza tricolor con más de setenta años en el poder era la obra y, entonces, el panista estaba en condición de intentar construir una alternativa. Gozaba de legitimidad política, apoyo popular, estabilidad económica e importantes divisas petroleras, pero carecía de cultura, doctrina, voluntad y convicción para ir más allá de la victoria electoral. Ganó la elección y conquistó el gobierno. Se ciñó la guirnalda de olivos, pero no traspuso el umbral de la historia. Delegó facultades y funciones sin interesarse por el quehacer del gabinete. Optó por hacer de la gracejada y la frivolidad el símbolo de su sexenio y de su mujer el emblema de la voracidad.

Fox selló su mandato con el intento de eliminar de la competencia electoral al hoy presidente de la República, la frustración de ver cómo su delfín, Santiago Creel, naufragaba y dejando a Felipe Calderón como el encargado de abrirle de nuevo la puerta al partido tricolor.

La segunda alternancia partió de un pobre concepto: más vale malo conocido que bueno por conocer o, como quien dice, “roban, pero saben gobernar”.

El priista Enrique Peña Nieto no desperdició la oportunidad y, al paso de los meses en la presidencia, demostró que sabían robar, pero no gobernar. Llegó resuelto no a hacer política, sino a comprarla, a canjear reformas, consolidar el sistema de cuotas y cuates en la distribución de posiciones en las instituciones autónomas, saquear las arcas y, así, implementar reformas de segunda generación. Privatizó la política haciendo de ella un asunto cupular, con la condescendencia de las dirigencias del panismo y el perredismo, a costa de desarticular y desdibujar a los partidos.

La idea peñanietista “de romper, juntos, los mitos y paradigmas, y todo aquello que ha limitado nuestro desarrollo”, quedó en frase hueca. La vieja subcultura priista se reinstaló, haciendo gala de modernidad tecnocrática y de tradición cleptómana.

El sexenio concluyó antes de cumplir dos años. La desaparición de los estudiantes de la normal de Ayotzinapa y la adquisición de la ‘casa blanca’ marcaron su debacle, simbolizaron la peor expresión de la praxis tricolor: pusilanimidad e impunidad. Más tarde quedaría expuesta la avaricia de esa nueva camada tricolor que hizo un botín del país; de concesiones y contratos, la posibilidad del moche; y del crimen un socio posible.

A la basura fue a dar la alternativa. A las reformas estructurales las contaminó la corrupción, ésta ahogó al partido tricolor y posibilitó la tercera alternancia.

El turno ahora es de Andrés Manuel López Obrador.

Desde el primer día y en la Plaza de la Constitución ratificó “el compromiso de no fallarles; primero muerto que traicionarles”. Responsabilidad mayúscula. Si no hace de la alternancia una alternativa, su falla arrastraría al país, justo cuando las opciones partidistas se han agotado y, otra vez, como hace veintiún años, se regresaría al punto de partida. El asunto es delicado.

El presidente López Obrador ha llevado el mandato más allá del límite fijado y ha tomado un pedregoso sendero donde el menor tropiezo, zancadilla, accidente o exceso podría llevar a la pretendida transformación al desfiladero, arrastrando a la nación. Por ello, vale advertir el peligro del fracaso. Posibilidad que no haría guardar en la memoria al mandatario, pese a su deseo, como héroe ni martir, sino como un político desbocado, incapaz de medir su alcance y entender la circunstancia. No cabe ya la rectificación, pero sí evitar una catástrofe.

Es duro decirlo, pero hasta hoy el gran beneficiario de la alternancia política ha sido el crimen.