Justicia y duelo

Gerardo Flores Sánchez

El duelo es el proceso de dolor emocional y pena secundarios a la muerte de algún ser querido o a pérdidas significativas que incluyen a valores como confianza, fe, esperanza. El duelo en general no es una entidad patológica, es decir una enfermedad. Por lo tanto aunque sea muy doloroso, los recursos personales y sociales de los deudos le permiten elaborarlo de tal manera que puede retomar su vida e inclusive crecer en su madurez como personas.

Sin embargo en el caso de duelos derivados del homicidio de un familiar o de la violencia extrema como en un secuestro, tortura, masacre o genocidio, hay un alto riesgo de que evolucione a un duelo patológico, que requiere de ayuda especializada para superarlo, limitar sus daños y sanarlo integralmente.

En estos casos, además de la atención profesional de psicólogos, tanatólogos, psiquiatras, entre otros especialistas clínicos, es indispensable restañar la red social de los deudos y de su confianza en que, aunque la pérdida física sea definitiva, se hizo justicia. En este apoyo total, la justicia abre un camino para la difícil pero posible sanación del dolor moral, que en el mejor de los escenarios puede llevar al perdón, liberando emocionalmente a las víctimas.

En contraste, cuando la justicia no llega y toma una grosera apariencia de impunidad, llena a las víctimas de impotencia, frustración, desencanto, miedo, ira y desesperanza, que no solo hace casi imposible la sanación y el perdón, sino además convierte al duelo en un proceso crónico y disolvente de la persona.

Además, cuando se expande socialmente la tensión entre justicia e impunidad, ya sea por la naturaleza y magnitud de la violencia y de sus daños consecuentes, o por efecto de su magnificación mediática, entonces el duelo y sus efectos toman un carácter social, es decir, el duelo personal o familiar,  se torna en uno comunitario y/o  nacional.

Tal es el caso de la liberación expedita e inmediata de la francesa Florence Cassez, pese a que inicialmente fue juzgada y condenada a 60 años de prisión en base al abundante material de los testimonios de los sobrevivientes mexicanos que la involucraron en el secuestro y tortura que sufrieron.

Ante el dilema de proteger los derechos humanos de la victimaria o de las víctimas, la resolución de la mayoría de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, fue a favor de la primera. Para los magistrados que votaron a favor del amparo a Florence, que la libró de cumplir con la condena impuesta, fue más importante el peso de las violaciones de los derechos de la acusada durante su proceso judicial, que el atropello de los derechos y vida de las víctimas.

Su liberación entonces no se otorgó por ser hallada inocente, sino por el reconocimiento de los garrafales abusos y errores del poder judicial. En esta resolución, su culpabilidad o inocencia se convirtieron en algo irrelevante.

Con este caso Francia, cuna mundial del surrealismo, tiene en México la expresión más concreta de esa visión, en que los sueños más fantásticos, absurdos, irracionales y terroríficos, se hacen realidad. La francesita que vino a México a juntarse con delincuentes y a jugar al secuestro, hoy es recibida como Juana de Arco y reinvidicada como Alfred Dreyfus: La politización de su caso la cubrió de una fama mayor a la de Brigitte Bardot y Catherine Deneuve juntas. El presidente de esa nación llena de elogios la buena relación franco-mexicana. Su abogado pregona que se hizo justicia. Al alud de fotos y videos de Florence sonriendo, seguirá la película y el libro autobiográfico.

Mientras tanto las víctimas quedan presas en la más obscura y ruin de las prisiones: la del resentimiento y decepción. ¿Podrá ofrecerles algo la debatida Ley de protección de víctimas? Finalmente, solo en Dios encontraran el consuelo y la paz que necesitan para superar esta adversidad  y retomar el curso de sus vidas.

Qué difícil es soportar con ecuanimidad tamaña incongruencia entre la justicia a secas basada en un concepto simple de bondad-maldad y la torcida concepción jurídica de justicia, de habilidosos defensores de delincuentes y eruditos magistrados. El ciudadano común no alcanza a comprender, ni aceptar que la verdad jurídica, no equivale necesariamente a lo ético y a lo moral. Tampoco entiende la diferencia y separación de los poderes ejecutivo, judicial y legislativo, que prevalece en las naciones democráticas modernas. Para el mexicano general, educado políticamente en el presidencialismo, lo que sucede o se deja que suceda en el país, tiene un solo o principal responsable: el poder ejecutivo.

Su liberación no podía ser menos inoportuna, considerando que el presidente Peña Nieto, en sus primeros cien días de gobierno, requiere de toda la fuerza moral y confianza de los mexicanos para sentar bases firmes para impulsar su proyecto.

¿Qué poder y quién deberá cargar ahora con el efecto político y psicosocial, de tamaño despropósito? Genaro García Luna ya no es funcionario y la Secretaria de Seguridad Pública Federal, dejó de existir.

Finalmente, ante este y otros casos recientes plagados de errores involuntarios o intencionales en sus procesos judiciales, no hay duda de que entre las reformas radicales que requiere urgentemente México, está la de su sistema de justicia.