Tiempo para una crónica

Por Viviana Múñiz Zúñiga | Quién duda de aquella vieja frase de que “Recordar es volver a vivir”. Quién aún piensa que cuando se entierran los momentos memorables, aquellos muy especiales como el primer beso, el primer día de la Universidad o del Preuniversitario, el cobro del primer salario o el regaño inmerecido por parte del jefe; no vuelven a salir a flote, como si fuese casi obligatorio pensar en ellos. Quizás el refrán me sirva de pretexto para pensar en ese tiempo precioso que se va, dejando profundas huellas en el alma de los amigos, de los hermanos, de los padres y madres… de los que difícilmente olvidan.

“Es el tiempo que le dedicas a tu rosa lo que la hace especial”, me recuerda Exupéry desde uno de los textos más profundos que he leído, incluso en varias etapas de la vida. Y él tiene razón: es el tiempo que invertimos en cada persona, en cada acción, lo que la convierte en única, en algo inigualable. A veces no medimos cuánto tiempo podríamos utilizar en hacer lo que nos gusta, en practicar algo simplemente por el placer de vivir la experiencia: escuchar una canción solo porque nos parece bonita, en leer un libro porque podría enseñarnos, o en salir a la calle y sentir todos los estímulos a nuestro alrededor.

Entonces podría relatar la historia de mi mejor amigo, que conocí cuando en tercer grado la maestra lo sentó a mi lado, y él dividió la mesa con un lápiz para que no me pasara de lo que consideraba su espacio físico. Ese mismo, que en el pre no dejaba ver a la muchacha que ocupaba el puesto de atrás con su pelo abundante, y andaba siempre perfumado, arreglado, como si fuese domingo en la tarde. Yo invertí mucho tiempo en conocer a José: le pregunté durante casi 12 años de amistad cerca de 30 mil cosas; conversé con él sobre más de dos mil y una relaciones fracasadas, exitosas, platónicas y complicadas; y logré entender sus explicaciones sobre matemática y química.

Sin embargo, hoy he percibido que una persona nunca llega a conocer a otra por completo. Y siento miedo de la palabra nunca, porque muchas parejas que conviven por más de 30 ó 40 años se complementan y compenetran hasta un punto indescriptible, especial solo para aquellos que lo han vivido y llegan a experimentar esa sensación. Mi amigo José, ingeniero en control automático, militar, a veces cuadrado, otras veces lineal, me ha hecho pensar en el tiempo que he invertido en aprender a predecir las relaciones con los demás; en los segundos, minutos, horas, en las que solía tratar de imaginar el futuro sin haber vivido con calidad y claridad el presente. Y aún percibo que la gente en ocasiones no vive lo que tiene proyectando el mañana, una práctica saludable si fuese consciente y tranquilamente, como si muchas de las cosas que pensamos en realidad sucedieran del modo en que lo deseamos.

Será que de vez en cuando es bueno dejarse llevar; conocernos hasta desconocernos; sentir y experimentar el amor de forma casi inusual, imposible. O será que el psicólogo norteamericano John Gray tiene razón, y hombres y mujeres venimos de planetas diferentes y conocernos implica pensar con tacto e inteligencia en nuestras diferencias. Quizás esos puntos divergentes sean en realidad el contacto con otras personas, que no tienen por qué pensar como nosotros, pero a las que definitivamente hay que aprender a entender y a tolerar.

Mi amigo no me dejará mentir cuando le digo que siento que he perdido mi tiempo lamentando lo que no he hecho, esperando por personas y cosas que aún no llegan; cuando a mi lado hay muchas otras personas maravillosas a las cuales es preciso darles una oportunidad: de regalarles un espacio, una rosa, o sencillamente, dedicarles una crónica que les alegre el día.